John Locke Aquí
Thomas Hobbes Sólo capitulo III
DISCUSIONES FILOSÓFICAS
"Somos la memoria que tenemos y esa es la única historia que podremos contar"
lunes, 29 de octubre de 2012
jueves, 11 de octubre de 2012
Taller sobre marxismo
Todos los estudiantes deben poseer el texto guía a fin de desarrollar el taller en clase.
1. Explicar los
antecedentes teóricos del marxismo e identificar las principales tesis que lo
diferencian del pensamiento anterior en términos políticos, sociales y
económicos.
3. Justificar dos (2)
diferencias entre materialismo marxista y feuerbachiano.
4. Ilustrar con
ejemplos las leyes de la dialéctica en la forma como fueron asumidas por Karl Marx
5. Elaborar un mapa
conceptual sobre el materialismo histórico.
6. Justificar por qué
los principios de la economía capitalista conllevan la alienación del trabajo y
el trabajador.
7. Explicar las
diferencias entre socialismo y comunismo.
Referencia
bibliográfica
Chávez Calderón,
Pedro. (2008). Historia de las doctrinas filosóficas. México, p. 221-235
lunes, 8 de octubre de 2012
¿QUÉ ES EL ESTADO?
Notas del profesor Tulio Chinchilla
Ensayaremos
una definición de uso de la palabra
“Estado”, es decir, una definición que indaga, no sobre la esencia del Estado
-cuestión importante pero teóricamente compleja- sino por algo más simple y
modesto: por las condiciones bajo las cuales estaríamos dispuestos a bautizar
como “Estado” a un determinado fenómeno político-social.
En el
derecho constitucional y en la ciencia política entendemos por Estado la organización de
poder que opera eficazmente sobre un conglomerado humano asentado en un
territorio relativamente estable (permanente), poder que se ejerce básicamente
mediante un orden jurídico positivo eficaz a fin de garantizar un orden de
convivencia, por todo lo cual tal poder obtiene el reconocimiento de soberano
de esa comunidad políticamente organizada.
Se
trata de una definición de tipo nominalista y no esencialista –para utilizar
los términos de la famosa polémica filosófica de la Edad Media- porque
busca sólo un propósito modesto: decirnos cuándo y frente a qué fenómeno
estamos dispuestos a poner la etiqueta “Estado”. Es una definición que renuncia
desde el principio a dar cuenta del origen y fundamento (o razón de ser) del
Estado y de sus fines sustantivos trascendentales.
De esta
definición cabe destacar algunos de sus elementos:
a) el poder,
como elemento estructurante o substancia de la definición. El Estado es ante
todo y por sobre todo un fenómeno de poder, éste es la sangre que circula a
través del andamiaje institucional del Estado; detrás de las normas jurídicas
(constitucionales, legales y reglamentarias) está siempre presente el fenómeno
innegable de poder, del mando, de la dominación, del control social. El poder
es –siguiendo a MAX WEBER[1]- la capacidad de un
individuo o grupo de individuos de que sus mandatos sean muy probablemente
obedecidos, aún contra la voluntad de los destinatarios de esos mandatos, y
cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad (la fuerza, la magia, la
religión, el derecho).
b)
Normalmente el poder en el Estado no se manifiesta como poder en bruto, como
fuerza, sino como orden jurídico positivo, como una normatividad
vigente. Con todo, no debería pasarse por alto que el derecho no es la única
manifestación del poder, aunque sí la más importante, la que más aparece en la
conciencia colectiva y efectiviza la capacidad de moldear la conducta social. Tener poder es
ostentar una competencia jurídica –derivada de una norma jurídica positiva-
para crear y aplicar normas obligatorias de derecho.
Es
tanta la importancia del derecho en la definición de Estado, que Hans KELSEN[2] llega a identificar el
Estado con el ordenamiento jurídico nacional. Para este pensador, el Estado es simplemente
un orden jurídico vigente en una comunidad territorialmente asentada, y nada
más que eso. Así, entonces, hablar del Estado no es sino una forma de ver al
ordenamiento jurídico, personificándolo, asumiéndolo como una persona, como un
sujeto. Quien dice “Estado” está sencillamente diciendo “orden jurídico vigente
en una comunidad nacional”. Y por tanto, todas las propiedades o
características del Estado serían sólo atributos o cualidades jurídicos.
Con
todo, a pesar de tan sugestiva y lógica perspectiva, una visión puramente
normativa o jurídica visión, resulta insuficiente para lograr una comprensión
completa del fenómeno estatal. De hecho, no todas las manifestaciones del poder
político son reductibles a expresiones puramente normativas, la dinámica del
poder es mucho más que normas validas, por lo cual es necesario completar esa
dimensión normativa con otras, de naturaleza socio-política que enriquezcan y
mejoren la perspectiva jurídica del Estado. Un claro ejemplo de manifestaciones no
jurídicas del poder estatal es el vasto despliegue de propaganda mediante el
cual se moldea y alimenta el imaginario colectivo con imágenes favorables al
poder y a los valores que lo sustentan. A esta actividad podríamos
llamar la función simbólica del Estado y de ella da cuenta la ciencia política,
no el derecho constitucional.
c) Otro
elemento es el conglomerado
humano, la base social sobre la cual opera el poder público, lo que
la doctrina denomina “la población” del Estado, como segundo elemento del mismo.
El poder social se ejerce sobre un conjunto más o menos amplio de personas, las
cuales regularmente tienden a conformar un tipo de comunidad que denominamos
“nación”, la cual se cohesiona gracias a una práctica histórica de convivencia
e interacción permanente durante siglos, gracias a la conjunción de factores
materiales y culturales tales como el pasado común (mitos fundacionales),
territorio defendido y conquistado, la raza, la lengua, el folclor, etc. La
configuración de un pueblo como nación bajo la égida de un Estado es sólo una
tendencia histórica muy acentuada: a cada Estado corresponde una nación a la
cual expresa jurídica y políticamente. Por eso se habla, entonces, del Estado-Nación, queriéndose significar
con ello que estos dos términos conforman un binomio inescindible que es el
Estado moderno.
d) El
otro elemento de la definición se refiere al territorio del Estado, al ámbito
espacial dentro del cual rige el orden jurídico del Estado y dentro del cual
éste se halla legitimado de manera exclusiva para ejercer la fuerza según sus
normas prevén. Tal como nació y evolucionó el Estado moderno, no puede
concebirse un Estado sin territorio, ya que sólo cuando se posee un territorio
y éste es reconocido por la comunidad internacional se reconoce la existencia
de un Estado soberano. La soberanía del poder estatal tiene una necesaria
referencia territorial, se proyecta en un espacio o conjunto de espacios. Lo
característico del territorio es estar encerrado en límites fijos y
permanentes, reconocidos por el derecho internacional.
e) Un
elemento problemático pero inevitablemente presente en la definición se refiere
a la finalidad
mínima que ha de perseguir la organización estatal: asegurar un orden de convivencia,
un orden social, cualquiera sea ese orden, sea justo o injusto, encomiable o
censurable. Es inocultable la dificultad lógica que entraña asignar fines u
objetivos a instituciones que son fruto de procesos históricos colectivos,
complejos y multicausales; frecuentemente detrás de tales señalamientos de
finalidades se esconden estrategias discursivas valorativas de legitimación de
determinados fenómenos de poder. Asignar finalidades a una institución social
fácilmente excede la postura puramente lógica, descriptiva o analítica, que
debe caracterizar una definición, y se cae en el campo de lo valorativo.
Sin
embargo, toda creación humana, toda institución humana (un hacha de piedra, la
familia, una danza ritual, etc.) es casi incomprensible al margen de un
análisis de los fines que le dan sentido, al margen de una consideración
teleológica. Por ello, parece ineludible un elemento teleológico en la
definición de Estado.
Para
conjurar este riesgo valorativo, la definición ofrecida arriba incluye un fin
bastante formal; asegurar un orden social cualquiera. Lo cual parece ser una
finalidad bastante ideológicamente neutra, pues incluye los esquemas injustos
de convivencia, aún los más éticamente repugnantes, verbigracia, el régimen del
Tercer Reich o de Pol Pot.
Por lo
demás, encontrar algún fin inherente al Estado es la única manera de
diferenciar aquellos dos fenómenos cuya distinción preocupaba a San Agustín[3] como el problema principal
de la filosofía política: diferenciar entre una organización de gobierno y una
banda de forajidos que azotan a una región.
f) La soberanía,
como cualidad reconocida al poder estatal, permite diferenciar a esta forma de
poder de otras manifestaciones de poder social que coexisten con el Estado y
que moldean comportamientos sociales (una iglesia, una empresa poderosa, un
partido político, un padre de familia). La soberanía ha sido vista históricamente como un
atributo exclusivo del poder estatal, que lo muestra como poder originario –no
deriva de otro-, supremo –no reconoce otra instancia superior en lo terrenal-,
incondicionado –no sometido a normas- e ilimitado. Sólo la
organización de poder político que logra reconocimiento de poder soberano,
tanto en lo interno como en lo externo, puede aspirar al título de Estado.
Y
aunque tal idea de soberanía, tan absoluta, es insostenible en el mundo de hoy,
aún se mantiene como nota esencial y definitoria del Estado, y constituye
presupuesto de las relaciones jurídicas internacionales.
3.
HISTORICIDAD DEL FENÓMENO ESTATAL
Para
este apartado utilizaremos una lectura obligatoria principal: Estado Moderno, de Ignacio Sotelo,
tomada de la obra colectiva FILOSOFÍA POLÍTICA II, TEORÍA DEL ESTADO, Editorial
Trotta, Madrid, 1996, pp. 25-44; y una lectura complementaria: Teoría del Estado, de Ramón Cotarelo,
tomado de la misma obra colectiva, pp. 15-23. Utilizaremos también la lectura LA FORMACIÓN DEL ESTADO
MODERNO, de José Antonio de Gabriel, tomada de MANUAL DE CIENCIA POLÍTICA,
editorial Trotta, Valladolid, 1997, pp. 37-52.
3.1 EL
ESTADO COMO ESTADO-NACIÓN
Este
tema de la historicidad de Estado plantea las siguientes preguntas: ¿Es el
Estado un fenómeno eterno, que ha existido siempre en las sociedades humanas, y
cuya existencia perdurará por todos los tiempos? ¿El Estado ha mantenido
invariable su forma y estructura, sus características?
La
respuesta es no. El Estado que hemos definido en el apartado anterior es el
Estado-nación, una forma históricamente determinada de organización política de
la sociedad. Que sea una forma históricamente determinada significa que ella
corresponde a una etapa del desarrollo humano: a los siete siglos, que comenzó
a gestarse hacia el Siglo XI de nuestra era bajo unas condiciones
socio-políticas determinadas y que logró su plena configuración –tal como hoy
lo conocemos- hacia los Siglos XV y XVI. Hoy sigue siendo la forma dominante de
organización del poder en la
Humanidad, ya que todos los seres humanos, sin excepción,
vivimos hoy bajo alguno de los aproximadamente 192 Estados-naciones cuya
existencia reconoce la comunidad internacional.
Y muy
probablemente esta forma de organización del poder que llamamos Estado-nación
se eclipsará en los tiempos venideros y dará lugar a otras modalidades de
organización. Actualmente se advierten señales claras que muestran una evolución
paulatina de los Estados europeos hacia una forma supranacional de organización
política, una lenta pero progresiva sustitución de los 25 Estados agrupados en la Unión Europea por un
supra-gobierno europeo, como gran bloque centralizado de poder.
De otra
parte, la concepción misma de Estado –sus fundamentos filosóficos, sus fines y
su estructura institucional- han cambiado radicalmente en los últimos cinco
siglos: de una monarquía absoluta se ha pasado a un modelo de Estado liberal de
derecho y luego a un Estado social y constitucional de derecho (modelo
dominante hoy día en la generalidad de los Estados).
El
Estado que hoy conocemos es el Estado-nación, forma de organización del poder
que surgió en Europa a partir del paulatino desmoronamiento del orden social y
político feudal. En consecuencia, con la palabra “Estado” no estamos aludiendo
aquí a otras formas de organización política propias de los pueblos antiguos y
de la Edad Media
sino a la que corresponde a la época moderna. Las formas antiguas, tales como
la polis griega (ciudad-estado) o los
antiguos imperios tales como el de Mesopotamia, el Imperio Romano, etc.,
ostentan rasgos que los hacen refractarios a ser perfectamente encuadrados en
concepto de Estado que hemos dado al principio de este curso. Rasgos que se
refieren, verbigracia, a la territorialidad del poder, al carácter secular de
la autoridad estatal y los fines que éste se plantea como esenciales a él. La
misma palabra “Estado” que nombra al nuevo fenómeno, aparece -originalmente en
italiano Lo Stato- a finales del
Siglo XV y se canoniza en la jerga científica en EL PRÍNCIPE de
Maquiavelo.
En esta
propuesta terminológica de reservar la palabra Estado sólo para referirse al
Estado moderno –no a las formas antiguas y medioevales (“pre-estatales”) de
organización política-, puede ser útil para esclarecer el lenguaje, pero sólo
si acentuamos los rasgos que diferencian las formas antiguas y medioevales de
organización política de la organización estatal moderna y hacemos de tales
elementos diferenciales un carácter muy relevante. Frente a esta propuesta
restrictiva del campo semiótico de “Estado” hay autores que prefieren arropar
con el término “Estado” a toda organización humana (aparato) que se especializa
en ejercer el poder político (el mando y la fuerza legítima) en una comunidad,
con un mínimo de centralización de ese poder y que, como rasgo sobresaliente,
se divorcia del resto de la sociedad en la que opera. Según esta línea
lingüística, es válido hablar de Estado en toda comunidad en la que se registre
al presencia de gobernantes y gobernados, es decir, de instituciones políticas.
Así las cosas, en esta otra propuesta terminológica no habría problema alguno
en hablar de “Estado” para referirse a la antigua polis griega, o a la monarquía israelí de la que nos da cuenta el
libro DE LOS REYES en el Antiguo Testamento de la Biblia. Desde esta
segunda perspectiva hay una continuidad en los elementos esenciales de las
formas antiguas y las modernas de organización de la comunidad política. Para
este curso parece más útil seguir de cerca la primera propuesta terminológica,
sin desconocer que para otros propósitos teóricos la segunda puede ser muy
interesante, tal como lo ha mostrado Norberto BOBBIO.[4]
3.2 UNA
PEQUEÑA HISTORIA DEL ESTADO MODERNO
El
punto de partida necesario para entender el surgimiento del Estado moderno es
la situación de dispersión del poder político durante la Edad Media. No hay en
ella una autoridad centralizada que unifique el mando y tenga jerarquía sobre
los demás poderes sociales, hay muchas autoridades públicas, de tal manera que
el ser humano medieval se halla sometido simultáneamente a un conjunto de
instancias de poder político y jurídico que se superponen y moldean su
comportamiento. Está bajo la autoridad del señor feudal, noble que tiene el
derecho de ordenar la vida social en el territorio de su feudo; bajo la
potestad de la
Iglesia Católica con su poder espiritual que se traduce en
derecho positivo con su jurisdicción y su brazo coercitivo propio; si es un
burgués o “villano”, bajo la jurisdicción y las leyes de las ciudades,
comunidades dedicadas a la producción artesanal por dinero y al comercio (con
sus magistrados y tribunales autónomos); bajo la autoridad del monarca, noble
poderoso que ejerce cierta supremacía sobre sus vasallos los señores feudales a
cambio de prestarles servicios de justicia y protección con fundamento en
pactos de vasallaje; y el Emperador Romano, que aún en el Siglo XI intenta
mantener alguna unidad política en Europa, reclamando su jerarquía sobre los
monarcas.[5]
La
única unidad que podía entonces cohesionar la vida social de Europa es la
unidad religiosa cristiana y la puramente simbólica en torno a un precario
Emperador Romano. De resto la sociedad estaba políticamente fragmentada, bajo
el poder de un sinnúmero de señoríos,
es decir de conglomerados humanos bajo la autoridad del Señor de un feudo, de una ciudad, de una abadía.[6]
En tal
contexto de pluralidad de potestades y rivalidad inestable entre ellas, va
emergiendo, lenta pero progresivamente, el poder dominante del rey sobre todo
comportamiento que acontece en el territorio de su reino. El monarca va
concentrando en sus manos un conjunto amplio de potestades otrora diseminadas
en diferentes autoridades; va consolidándose como la autoridad prevalente sobre
las demás a medida que las va expropiando de la potestad de juzgar, determinar
la ley que rige las relaciones sociales en el país, decretar impuestos,
determinar la moneda –patrón único de intercambio de bienes- y acuñarla, y
mantener una potente fuerza armada de carácter permanente con capacidad para
sostener una guerra.
Entonces
comienza a surgir un nuevo ámbito del poder político, más ampliado, que tiene
como marco inicialmente el principado y luego el reino. Ello es posible gracias a que el monarca va
convirtiendo la discreta Curia de
vasallos original que lo asesoraba, en una Corte permanente a la que se otorgan funciones judiciales y la que
fue ganando el estatus de cuerpo representativo
del Reino (incluidas las ciudades). Igualmente el rey va ensanchando
sus ingresos a través de regalías impuestas
sobre la acuñación de moneda, la explotación de minas y la fundación de
mercados, la expedición de documentos y sellos. Posteriormente convertirá la
fuerza militar vasallática en ejército de mercenarios profesionales.
Al
final de este largo proceso de casi cinco siglos, el rey se posiciona como la
única autoridad que dentro de su reino ostenta un poder que se reconoce como soberano, él es el soberano, lo cual quiere decir que ostenta la calidad de poder
supremo en la esfera terrenal (summa
potestas que supperiorem non
recognoscens), cuyo poder no lo deriva del Papa ni del Emperador Romano
(poder originario), y que detenta la potestad exclusiva para crear, aplicar y
definir el derecho positivo en un territorio, lo cual implica el monopolio del
ejercicio legítimo de la fuerza dentro de su reino.
Semejante
proceso de condensación de poder alrededor del monarca soberano estuvo
precedido y acompañado de un proceso social y cultural que lo alimenta y
dinamiza: el
surgimiento y consolidación de grupos nacionales que, a partir de ciertos
factores unificadores, desarrollan una altísima conciencia de identidad
colectiva.
Aparecen entonces las grandes naciones europeas: Francia, España, Inglaterra,
Holanda, Suiza, Italia, Alemania, Polonia, Rusia, etc., etc. Las monarquías en
ascenso se sustentan en esta nueva base social nacional que les sirve de marco,
bajo el amparo del rey se fortalecen estas comunidades nacionales, de tal
manera que ambos procesos históricos –el político y el socio-cultural- se
entremezclan y alimentan recíprocamente.
De otra
parte, el proceso de formación de Estados nacionales europeos se beneficiará de
la extraordinaria dinámica que le imprime el nacimiento y desarrollo de la
nueva forma de producción: la
economía capitalita. Este
sistema productivo, generador de una desbordante riqueza, mina el orden feudal
anclado en valores aristocráticos –el honor militar, la magnanimidad y el
desprecio por el trabajo y la ganancia- y altera la visión cerradamente
religiosa dominante en la
Edad Media. Sobre los hombros de una burguesía que necesita
de la garantía de un mercado libre y seguro –tanto militar como jurídicamente-
dentro de las fronteras nacionales, la monarquía logra emerger como poder
dominante. El rey autoriza y protege los mercados en las ciudades y villas.
Desde del Siglo XI en España los monarcas protegen “la paz del mercado” y
autorizan mercados semanales y “ferias anuales” de comerciantes[7]. La nueva clase burguesa,
que asciende en la estructura social como clase hegemónica, brindará a su vez
un ingente caudal de recursos tributarios desde las ciudades, presupuesto
indispensable para sostener el nuevo estamento burocrático que asume las
funciones del Estado.
Hacia
el Siglo XVI este proceso de concentración del poder en manos del monarca
europeo se ha consolidado y es irreversible. En este proceso, alrededor de la
persona del rey se ha ido construyendo la idea de una institución abstracta: el
Estado que el monarca “personifica”. Esta es la razón por la cual en los
regímenes parlamentarios europeos que hoy mantienen la forma monárquica, la Corona ejerce la jefatura
del Estado, en tanto que el Primer Ministro (Presidente del Gobierno en España)
ejerce el cargo de Jefe de Gobierno. Esta distinción entre Estado y Gobierno es
posible y se facilita gracias a la ficción funcional eficaz de que el monarca
simboliza la unidad nacional y personifica al Estado como institución política global,
mientras que el Gobierno, órgano cabeza del ejecutivo dirige la política
estatal (política económica, de seguridad, de medio ambiente, etc.) en nombre
del pueblo que mayoritariamente lo ha ungido en las urnas.
[1] Max Weber: ECONOMÍA Y SOCIEDAD, Fondo de Cultura Económica, Tomo I, p.
1977, 43
[2] Hans KELSEN: TEORÍA DEL DERECHO Y EL ESTADO, Universidad Autónoma de
México, 1969, p. 224 y ss.
[3] San Agustín, LA
CIUDAD DE DIOS, Editorial Porrúa, México, 1981, Libro Cuarto,
Capítulo IV, p. 82.
[4] Norberto BOBBIO, Estado, Gobierno y Sociedad, Fondo de Cultura
Económica, México, 1989, pp. 86-101.
[5] Para el sumario relato del proceso formativo del Estado moderno sigo
de cerca el pequeño pero sugerente ensayo HACIA
EL SURGIMIENTO HISTÓRICO DEL ESTADO MODERNO de Manuel García-Pelayo, en LA IDEA DE LA POLÍTICA Y OTROS
ESCRITOS, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983, pp. 107-133.
[6] Véase al respecto la reseña contenida en el Capítulo: Cristalización de los reinos europeos,
de la HISTORIA
UNIVERSAL, Instituto Gallach, Barcelona, Tomo 6 (Alta Edad
Media, Siglo VIII-XIII, pp. 1215 y siguientes. Como causas de semejante
atomización política pueden citarse las invasiones bárbaras y la decadencia
irreversible del Imperio Romano
[7] Véase al respecto: Luis G. de VALDEAVELLANO: HISTORIA DE ESPAÑA (De
los orígenes a la baja Edad Media), Editorial Alianza, Madrid, 1980, Tomo II,
pp. 461 y siguientes y 574-577. En el Reino de León, en 1188, el monarca
Alfonso IX incorpora a los “burgueses” –representantes elegidos por las
ciudades-como integrantes de pleno derecho de la Corte o Consejo Real del
Reino.
miércoles, 11 de julio de 2012
jueves, 12 de abril de 2012
lunes, 26 de marzo de 2012
Ocaso de los ídolos de Friedrich Nietzsche
El propósito de la lectura es realizar un conversatorio en clase. Para
tal fin, (i) se deben desarrollar los argumentos de Nietzsche y proponer
contra-argumentos, (ii) hacer registros de estas ideas en el cuaderno y
(iii) estructurar una posición crítica sobre los asuntos abordados. Descargar
sábado, 11 de febrero de 2012
Videos complementarios sobre René Descartes.
1. PENSAMIENTO Y REALIDAD EXTERNA
2. EL SUJETO CARTESIANO
3. DIOS
2. EL SUJETO CARTESIANO
3. DIOS
jueves, 19 de enero de 2012
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